Mirándonos el ombligo

En un soportal de una transitada calle de Madrid, unos niños patinaban alrededor de una masa deforme tirada en el suelo. Daban vueltas y vueltas, reían, gritaban, jugaban.  Mucha gente pasaba por allí, con el ritmo característico de las ciudades en las que cada uno va “a lo suyo”, trasteando el móvil o el Ipod, con los cascos puestos para “pasar de todo”, caminando muy rápido para llegar no se sabe a dónde.  Hasta allí nada raro, excepto por el hecho de que esa masa deforme que yacía en el suelo no era parte del mobiliario urbano, era un indigente acurrucado entre cartones, periódicos y mantas.  Esa masa ignorada era una persona, como tu o como yo, un ser humano que intentaba pasar  una noche fría lo más protegido posible.

mendigosEsta escena removió algo dentro de mí.  ¿Hasta dónde vivimos sólo mirándonos el ombligo? La expresión crisis económica es quizás la más repetida en los últimos años.  Y es verdad, muchos, y me incluyo, vivimos los efectos de la crisis.  Algunos ya no podemos salir con tanta frecuencia, ya no vamos a restaurantes, o no podemos permitirnos un Gin Tonic de vez en cuando, nos han reducido el salario, o simplemente ya no percibimos ninguno.  Algunos ya no vamos de compras o reutilizamos varias veces cosas que antes tirábamos.  Mirando constantemente a “nuestro ombligo”, nos quejamos, maldecimos nuestra mala suerte y culpamos al jefe, a Rajoy, a la clase política, a los bancos y hasta a la señora Merkel (y no digo que no tengamos algo de razón).

Pero hay personas para quienes la palabra crisis supone la diferencia entre vivir en una mísera pensión o simplemente dormir en la calle; entre comer tres veces al día o comer una para pagar la hipoteca; gente que vive de una caridad cada vez más escasa. Personas mayores que prefieren morir antes de ser desahuciados de sus casas, niños que le preguntan a sus padres ¿”mamá, somos pobres”?

No hablo de una “República bananera”, esto pasa en España, pasa en nuestra ciudad, donde cada vez más personas viven y duermen en la calle, donde los albergues tienen tiempo de espera de más de 3 meses, donde hay gente que muere en la calle, anónimos, olvidados y solos.  Se avecina un duro invierno para muchos de ellos. Esta gente tiene que sufrir el frío del clima y la frialdad de la indiferencia de quien pasa y mira sin ver, no se conmueve, y por estar sólo mirando a su ombligo, no se solidariza ni se pregunta, ¿qué puedo hacer yo?

Alguno  incluso podrá creer que esos mendigos son todos uno junkis, que a saber lo que han hecho para terminar así, que no aportan nada a la sociedad.  Y os tengo que decir que conozco a algunos personalmente gracias a la Comunidad de Sant’ Egidio.  He estrechado sus manos, he escuchado sus historias y créanme que han cambiado mi perspectiva,  me han abierto los ojos para que deje de mirar sólo mi ombligo.  Son mis maestros de humildad y solidaridad (que buena falta me hace).

Una noche vi al “Pantoja” dar a otro compañero su saco de dormir y quedarse sólo con una manta porque éste estaba enfermo y podría empeorar si cogía frío.  He visto a mendigos regalar lo poco que tienen a otros que están peor, pedir para ellos y para el compi que está en la otra calle, les he visto protegerse y cuidarse mutuamente cuando están enfermos.  Cuánto valor tiene esto en la dureza de la calle, de unas condiciones extremas. ¡Cuánto valor tienen estos gestos en una sociedad que se deshumaniza, que vive mirando a su ombligo y que en buena parte por esto se ha instalado en la desesperanza y el pesimismo.  Una sociedad en la que todo se compra y se vende y por eso cree que el que no tiene nada, no vale nada.

En los tiempos que corren, la solidaridad es un bien escaso,  pero muy necesario.  No se trata de caridad o de filantropía, ni de echar una moneda al primer mendigo que veamos en la calle y seguir a lo nuestro.  Se trata de ponernos en el lugar del otro, de preguntarnos si hacemos todo lo que podríamos hacer, de abrir los ojos y el corazón, de saber que nadie está tirado en la calle porque quiera. Incluso, de hacernos una pregunta atrevida, ¿me podría pasar a mí?

Diana Campos Candanedo. Encuéntrame en

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